El Acuerdo logrado en Doha entre el Gobierno colombiano y el denominado Ejército Gaitanista de Colombia (EGC) representa un paso muy significativo dentro de los esfuerzos nacionales por consolidar escenarios de paz territorial. Más allá de su dimensión política y jurídica, este avance adquiere un valor especial para regiones profundamente afectadas por la violencia, como el Oriente Antioqueño, donde múltiples comunidades han expresado reiteradamente la necesidad de una Mesa Regional de Paz que atienda sus realidades específicas. El acuerdo abre, de manera expedita, la posibilidad de que dichas demandas se materialicen y de que se aborden, con un enfoque territorial, los temas de seguridad, defensa de la vida y transformación social largamente aplazados.
Durante décadas, el Oriente Antioqueño ha sufrido la presencia de distintos actores armados que han incidido en su cotidianidad, su economía y su tejido social. Las secuelas de este prolongado conflicto —muertes, desplazamientos, estigmatización y atrasos en infraestructura— han configurado un panorama de vulnerabilidad que exige respuestas integrales y urgentes. En los bosques, páramos y zonas de embalses, donde la presencia armada ha sido más marcada, la población ha tenido que convivir con la incertidumbre y con un control territorial que ha limitado el ejercicio pleno de sus derechos. En el Altiplano, mientras tanto, la combinación de economías legales e ilegales asociadas a actores armados ha generado tensiones que repercuten en la vida comunitaria y en la gobernabilidad local.
En este contexto, el Acuerdo de Doha adquiere un sentido estratégico. No solo posibilita nuevos canales de diálogo para disminuir las confrontaciones armadas y fortalecer la protección de la población civil, sino que también abre la puerta a la discusión sobre inversiones públicas que permitan cerrar brechas históricas. La Región necesita con urgencia que se reconozca su victimización, no como un ejercicio meramente declarativo, sino como un punto de partida para orientar políticas que garanticen acceso digno a vías, salud, educación, agua potable y proyectos productivos sostenibles. La paz territorial, entendida como la convergencia entre seguridad y justicia social, solo puede construirse si se atienden estas deudas estructurales que ha vuelto cíclico el conflicto armado.
La expectativa de una Mesa Regional de Paz en el Oriente Antioqueño, habilitada ahora por el marco abierto en Doha, constituye una oportunidad para que las comunidades participen activamente en la construcción de soluciones. La población de municipios históricamente golpeados ha demostrado una enorme capacidad organizativa y una voluntad permanente de reconciliación. Involucrarla en el diseño de las medidas de seguridad, en la definición de prioridades de inversión y en la verificación de los compromisos es fundamental para garantizar la sostenibilidad de cualquier acuerdo.
Por estas razones, es absolutamente pertinente dar la bienvenida a este primer acuerdo, que no debe verse como una conclusión sino como un punto de partida. Su importancia radica en que reconoce la necesidad de avanzar hacia negociaciones diferenciadas, capaces de leer la complejidad territorial y de responder a ella con mecanismos participativos y eficaces. De cumplirse sus expectativas, el Oriente Antioqueño podría ingresar con mayor fuerza en el mapa de las soluciones, dejando atrás décadas de exclusión y abriendo paso a un futuro en el que la convivencia, el desarrollo y la dignidad sean posibles para todas sus comunidades.
El Acuerdo de Doha simboliza una esperanza renovada: la posibilidad de transformar una región marcada por el dolor en un territorio de paz, justicia y oportunidades. Su éxito dependerá del compromiso de las instituciones, de la voluntad real de los actores armados y, sobre todo, del liderazgo de las comunidades que por años han resistido y que hoy demandan ser protagonistas de su propio destino.
