Decidí esperar unos días para escribir sobre el más reciente golpe dado en Nariño, Antioquia, contra un grupo delincuencial que, según denuncias de la comunidad, se había convertido en el principal generador de miedo y desestructuración social en varias veredas del municipio. Durante meses —e incluso años— estas comunidades soportaron asesinatos selectivos, desplazamientos forzados, extorsiones sistemáticas y la proliferación de economías ilegales como la venta de estupefacientes. Todo ello, de acuerdo con múltiples testimonios, no solo bajo el mando de actores armados ilegales, sino también con la colaboración de algunos agentes del Estado, funcionarios públicos y un negacionismo institucional que ha permitido la expansión de la violencia.
El grupo, cuya operación se dirigía desde cárceles del país por Alias “Camilo” y Alias “Chatarra”, logró articular redes de apoyo que trascendían la narrativa oficial. Aunque los comunicados institucionales hablaban de supuestas alianzas con disidencias de las FARC, las versiones recopiladas por este Medio de Comunicación sugerían otra realidad: un pacto con la estructura conocida como “Los Mesa”, que habría facilitado armas y recursos para consolidar el control del territorio. Con ese apoyo se amplificó el terror sobre la población civil en medio de la disputa con el EGC, Bloque Magdalena Medio, actor que mantiene intereses sobre la minería ilegal y los cultivos de coca en esta zona del Oriente antioqueño y la subregión de Páramos.
La confrontación entre estas estructuras armadas dejó cicatrices profundas. Entre las más dolorosas se encuentra el asesinato de un niño de 13 años, ocurrido semanas antes del operativo, un hecho que estremeció incluso a comunidades que, por miedo, se habían acostumbrado a convivir con la violencia. Ese crimen, atribuido al grupo bajo el mando de Alias “Rigo”, se convirtió en símbolo del deterioro humanitario y la urgencia de intervención estatal. Precisamente Alias “Rigo”, delincuente dejado en libertad hace algunos meses muy a pesar de haber sido señalado como cabecilla clave en la estructura armada ilegal, cayó abatido durante el operativo ejecutado por el Gaula Militar del Oriente Antioqueño, acción que también derivó en la muerte de otros cuatro integrantes del grupo y en la recuperación de material bélico y de inteligencia muy importante.
Pero lo que más inquietó — y lo que obliga a preguntas que las Instituciones del Estado deben responder — fue uno de los hallazgos durante el operativo: munición de última generación producida por INDUMIL. La presencia de este tipo de munición en manos de una estructura ilegal revive una discusión que ha sido planteada durante años por líderes sociales, defensores de derechos humanos y víctimas: ¿cómo llega material exclusivo de las Fuerzas Militares a grupos criminales locales? ¿Qué redes internas, negligencias o complicidades permiten tal circulación? ¿Por qué, pese a repetidas denuncias sobre colaboración de agentes estatales con estructuras armadas ilegales, no se han visto acciones contundentes de depuración institucional?
Las comunidades desplazadas —entre ellas reconocidos finqueros y comerciantes del municipio— se han convertido en testigos de las dinámicas complejas que emergen cuando actores ilegales y estatales se entrelazan en escenarios donde la ley parece fragmentarse. El golpe militar reciente, aunque significativo, no resuelve la pregunta de fondo: ¿qué tan profundo es el entramado de relaciones que permitió que este grupo delincuencial alcanzara tal nivel de poder y capacidad armada?
Más allá del operativo, lo ocurrido en Nariño, Antioquia, revela la urgencia de transformar la institucionalidad local y regional, fortalecer los controles sobre armamento estatal y garantizar una investigación transparente sobre las denuncias de complicidad. También evidencia que la seguridad no puede limitarse a operativos aislados, sino que requiere la reconstrucción de la confianza entre la población y el Estado, hoy profundamente erosionada.
Hoy más que nunca insistimos, por enésima vez, en la urgente necesidad de instalar una Mesa de Diálogos Regional en el Oriente Antioqueño con aquellas estructuras armadas ilegales que actualmente adelantan procesos o acercamientos socio-jurídicos con el Gobierno Nacional —particularmente el EGC y el grupo conocido como los “Mesas”—, con el fin de explorar acuerdos humanitarios que permitan sacar a la población civil del fuego cruzado que afecta a diversos municipios de este territorio. Esta propuesta, planteada desde la preocupación legítima por la protección de las comunidades, busca abrir un espacio que reduzca los riesgos humanitarios inmediatos y siente las bases para que las familias campesinas, comerciantes y habitantes rurales puedan recuperar condiciones mínimas de seguridad y dignidad mientras avanzan los esfuerzos institucionales de justicia y paz
Escribir sobre estos hechos no es solo un acto de denuncia, sino una invitación a no normalizar el silencio. Porque, aunque se haya dado un golpe importante, las heridas sociales permanecen abiertas, y la acción de grupos armados ilegales permanecen y con ellas la obligación de exigir respuestas, justicia y garantías reales para que las comunidades puedan vivir sin miedo en su propio territorio.
