Se murió Cesitar Callejas. Y con su partida, se apagó una de esas voces que, sin alzar la voz, decían tanto. Campesino desplazado de Ituango, amigo cercano de Jesús María Valle —otro nombre que duele—, Cesitar Callejas representa ha ese tipo de persona que el país sigue sin entender del todo: los defensores silenciosos de la vida, los constructores de paz desde la periferia, los testigos incómodos de una historia de violencias que aún no cesa.
Cesitar llegó a Medellín empujado por la guerra, como tantos. Pero no llegó a esconderse. Vino a hacerse parte de una lucha colectiva: la de los derechos humanos, la de quienes no aceptan que la vida en Colombia siga siendo tan frágil y tan barata para algunos. La Mesa por la Vida de Medellín lo acogió, como también él acogió la esperanza de reinventarse. Se hizo profesional social, pero nunca dejó de ser campesino. Conocía de tierra, de resistencia, de afecto y de injusticias. No necesitaba títulos para enseñar dignidad.
Nunca pudo regresar a su Ituango, de donde lo desplazaron quienes han convertido la guerra en un poder para silenciar la diferencia, para quedarse con las tierras ajenas, y para volverse poderosos a costa de la miseria de personas sencillas como Cesitar Callejas. Su exilio forzado no fue solo un cambio de lugar: fue una herida abierta que nunca cerró del todo. Sin embargo, incluso lejos de su tierra, sembró vida, defendió la justicia, y se negó a que el desarraigo se volviera resignación.
En los últimos años, su trinchera fue la Mesa de Derechos Humanos de la Comuna Seis, donde encontró un nuevo espacio para seguir defendiendo la vida con la misma convicción serena que lo caracterizó siempre. Allí se mantuvo activo, comprometido, solidario. Desde ese pequeño pero poderoso escenario comunitario, acompañó procesos, denunció silencios, apoyó a víctimas, y se negó —como siempre— a naturalizar la violencia. La comuna Seis fue para Cesitar Callejas otro territorio de lucha y de afecto, otra tierra que cuidó con la misma entrega que a su Ituango natal.
Murió solo. Como muchos. Esa es la herida que cuesta nombrar. Que tantos líderes sociales terminen sus días en la soledad o el abandono no es solo un asunto de destino personal, es un síntoma de lo que todavía no hemos logrado sanar como sociedad. Cesitar, a pesar del afecto que inspiraba, representa a todos esos liderazgos invisibilizados, a los que se les agradece en silencio pero se les acompaña poco cuando ya no tienen fuerzas. Es también una denuncia: en Colombia se puede vivir con dignidad, pero morir en el olvido.
Y sin embargo, su funeral fue otra cosa. Allí estuvimos muchos. Porque su vida merecía memoria. Porque su historia —una historia de lucha callada, de coherencia, de sencillez radical— nos pertenece a todos los que seguimos creyendo que otro país es posible. No fuimos solo a despedirlo, fuimos a rendirle homenaje, a sostener su legado, a comprometernos otra vez con esa causa mayor que defendió: la vida.
Cesitar no fue un líder de micrófono ni de titulares. Fue un sembrador. Y como todo sembrador, deja frutos que no siempre se ven de inmediato. Su humildad, su entereza, su profundo sentido de justicia, son semillas que siguen creciendo en quienes lo conocimos.
Hoy, más que lamentar su muerte, deberíamos preguntarnos qué hemos hecho —y qué vamos a hacer— para que las personas como él no mueran solas, ni en el olvido, ni en la marginalidad. Que su vida no se quede solo en la memoria de unos cuantos, sino que inspire compromisos más grandes y más colectivos. Porque Cesitar, campesino y profesional social, desplazado y defensor de derechos, sencillo y digno, fue —y es— parte de lo mejor que este país tiene.
Que su muerte nos duela. Pero que su vida nos mueva.