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MAÑANA SE CELABRA EL DÍA DE LA MEMORIA Y LAS VÍCTIMAS

Cada 9 de abril, Colombia honra la memoria de millones de víctimas del conflicto armado interno en el Día Nacional de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas. Esta fecha, más que una conmemoración, es un llamado colectivo a no olvidar y a construir una paz duradera basada en la verdad, la justicia y…

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Cada 9 de abril, Colombia honra la memoria de millones de víctimas del conflicto armado interno en el Día Nacional de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas. Esta fecha, más que una conmemoración, es un llamado colectivo a no olvidar y a construir una paz duradera basada en la verdad, la justicia y la reparación.

El Oriente Antioqueño, una región rica en cultura, naturaleza y comunidad, ha sido también una de las zonas más golpeadas por la violencia. Aquí, las cicatrices del conflicto siguen latentes. La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) ha documentado aproximadamente 600 casos de ejecuciones extrajudiciales —conocidas como «falsos positivos»— en esta subregión, y varios militares ya han sido condenados por su participación en estos crímenes atroces. Estos hechos no solo dejaron profundas heridas en las familias de las víctimas, sino también en el tejido social de pueblos enteros.

Sin embargo, a pesar de los esfuerzos por la no repetición, hoy nuevamente se encienden las alarmas. Informes recientes dan cuenta de la presencia de nuevos actores armados en el territorio, lo que ha generado un ambiente de zozobra y temor entre las comunidades. El miedo a que se repita la historia de horror y dolor vuelve a rondar.

Durante las décadas más intensas del conflicto armado, el Oriente Antioqueño fue escenario de una violencia desbordada que marcó profundamente a sus comunidades. Masacres perpetradas por diferentes actores armados, tomas guerrilleras que sembraron el terror en municipios enteros, asesinatos selectivos y desplazamientos forzados dejaron una huella imborrable en la Región. Pueblos como Granada, San Carlos, Argelia, Cocorná, San Luis, San Francisco, Nariño, Guatapé, El Peñol, San Rafael, Alejandría, Concepción, Sonsón, El Carmen de Viboral, etc., etc., vivieron momentos de horror, con calles vacías, casas destruidas y una población obligada a huir para salvar sus vidas. La violencia no distinguió edades ni condiciones, y muchas familias aún buscan a sus desaparecidos o esperan justicia por los crímenes cometidos.

Más allá del daño físico y las pérdidas humanas, lo más doloroso ha sido la ruptura del tejido social. La desconfianza entre vecinos, el silencio impuesto por el miedo y la pérdida de líderes comunitarios desestructuraron las formas tradicionales de convivencia. La vida en comunidad —basada en la solidaridad, el trabajo colectivo y la confianza mutua— fue reemplazada por el aislamiento, el duelo y la incertidumbre. Aunque en los últimos años se han dado pasos hacia la reconciliación y la reconstrucción, las heridas son profundas y la recuperación total aún parece lejana. Las comunidades del Oriente siguen luchando por sanar, por reconstruirse desde la memoria y por recuperar esa paz que durante tanto tiempo les fue negada.

La ausencia del Estado en el Oriente Antioqueño durante los años más crudos del conflicto fue un factor determinante en la magnitud de la tragedia vivida por sus comunidades. La falta de presencia institucional, de inversión social y de garantías de seguridad dejó a la población a merced de grupos armados ilegales que se disputaban el control del territorio. Esta omisión permitió la comisión de graves violaciones a los derechos humanos, incluyendo masacres, desplazamientos y ejecuciones extrajudiciales. El Estado no solo falló en su deber de proteger a la ciudadanía, sino que, en muchos casos, fue directamente responsable o cómplice, como lo evidencian los casos de falsos positivos documentados por la JEP. Hoy, esa deuda histórica con el Oriente Antioqueño exige no solo reconocimiento, sino acciones concretas de reparación, justicia y una presencia integral que garantice la no repetición.

Esa ausencia del Estado no es solo una herida del pasado, sino una realidad que persiste y se profundiza en el presente. La reconfiguración del conflicto y el surgimiento de nuevos actores armados ilegales en el Oriente Antioqueño son una muestra clara de que la presencia estatal sigue siendo débil, fragmentada o simplemente inexistente en muchas zonas rurales. Estos grupos, que hoy controlan economías ilícitas, imponen normas sociales y ejercen poder sobre la vida cotidiana de las comunidades, han llenado el vacío dejado por el Estado, perpetuando la zozobra y el miedo. La falta de una respuesta integral, sostenida y comprometida por parte del gobierno nacional y local permite que se repita el ciclo de violencia y vulneración de derechos, negando a los habitantes del Oriente la posibilidad de vivir con dignidad y en paz.

Incluso los medios de comunicación cargan con una cuota de responsabilidad frente a la crítica situación que vive hoy el Oriente Antioqueño. Su silencio cómplice, la falta de cobertura rigurosa y sostenida sobre el avance de los nuevos actores armados ilegales, y la escasa visibilización del sufrimiento de las comunidades, contribuyen a la impunidad y al olvido. Al no informar con profundidad ni denunciar con firmeza lo que ocurre en estas zonas, se deja a las comunidades aisladas, sin eco ni respaldo en la opinión pública nacional. Esta omisión mediática no solo perpetúa la invisibilidad del dolor, sino que debilita los esfuerzos de resistencia y exige una reflexión urgente sobre el rol ético y social del periodismo frente a los territorios que siguen atrapados en dinámicas de guerra.

La situación se agrava aún más con el preocupante hecho de que los actores armados ilegales han vuelto a permear la institucionalidad en el Oriente Antioqueño. A través de amenazas, corrupción y alianzas ocultas, estos grupos han logrado influir en decisiones locales, condicionar la acción de autoridades y debilitar aún más la confianza de la ciudadanía en el Estado. Esta cooptación de lo público no solo pone en riesgo la democracia y la gobernabilidad en la región, sino que también profundiza la impunidad y obstaculiza los procesos de verdad, justicia y reparación. Cuando las instituciones se ven comprometidas, las comunidades quedan aún más vulnerables, atrapadas entre el abandono estatal y el control violento de estructuras ilegales que, lejos de haberse desmantelado, han evolucionado y se han adaptado para seguir sembrando miedo y control territorial.

En el pasado reciente, varios políticos del Oriente Antioqueño fueron condenados y cumplieron penas por sus alianzas con grupos armados ilegales, con quienes pactaron para asegurar su permanencia en el poder, manipular elecciones y mantener el control sobre recursos públicos. Estas alianzas perversas entre política y criminalidad dejaron secuelas profundas en la institucionalidad regional y en la confianza de la ciudadanía. Hoy, aunque con nuevos rostros y estrategias más sofisticadas, no hay duda de que este fenómeno persiste. Las dinámicas de poder siguen marcadas por intereses oscuros, y en algunos territorios aún se percibe el temor a denunciar, la compra de votos, la intimidación y la presión sobre líderes sociales y comunitarios. Esta continuidad de la parapolítica, disfrazada y silenciosa, representa una grave amenaza para la democracia local y una barrera estructural para la construcción de una paz real y duradera en el Oriente Antioqueño.

Este 9 de abril, el llamado es a no olvidar. A reafirmar el compromiso con la paz, la verdad y la dignidad de quienes sufrieron las consecuencias más crudas del conflicto. El Oriente Antioqueño merece vivir sin miedo, y sus víctimas, como las de todo el país, merecen justicia y garantías de no repetición.

La memoria no es solo pasado: es una herramienta vital para proteger el presente y construir un futuro distinto.

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